17 octubre 2009

La muerte de Miguel Hernández






Miguel Hernández, el gran poeta campesino español, fue fusilado el jueves 20 en Madrid, por sentencia de un consejo de guerra. Delito: haber sido miliciano en la guerra. Con Miguel Hernández y Federico García Lorca perdieron las letras españolas sus dos primeros poetas jóvenes.

Si me muero que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.

Miguel Hernández ha muerto. Ha muerto apretando los dientes, la boca contra la grama. Pero no era aquella muerte la que él estaba dispuesto a aceptar, con altanero fatalismo… En otros versos, nos había explicado, cómo podía morirse “con la cabeza muy alta”:

Los quince y los dieciocho,
los dieciocho y los veinte…
Me voy a cumplir los años
al fuego que me requiere,
y si resuena mi hora
antes de los doce meses,
los cumpliré bajo tierra.
Yo trato que de mí queden
una memoria de sol
y un sonido de valiente.

Memoria de sol y sonido de valiente acompañaban ya en vida la historia contemporánea de Miguel. Perdonado cien veces por la metralla, curtido por el sol de los frentes, el poeta cantó magníficamente en las trincheras, vistiendo el pardo uniforme de los milicianos. Canciones de vida y muerte, de júbilo y luto, que adquieren ahora, ante un cable escueto, singular relieve dramático:

¡Qué sencilla es la muerte; qué sencilla,
pero qué injustamente arrebatada!
No sabe andar despacio, y acuchilla
cuando menos se espera
su turbia cuchillada.

De la Elegía a García Lorca son estos versos dramáticamente proféticos:

Como si paseara con tu sombra
paseo con la mía

por una tierra que el silencio alfombra,
que el ciprés apetece más sombría.
Rodea mi garganta tu agonía
como un hierro de horca
y pruebo una bebida funeraria.
Tú sabes, Federico García Lorca,
que soy de los que gozan una muerte diaria.

El cable ha hablado: Tres años exactamente después de fusilado el poeta de Yerma, Miguel Hernández ha caído bajo las balas de un pelotón ejecutor. “Veinte veces muerto” por veinte balas, se ha desplomado, “la boca contra la grama”, en el patio de una siniestra prisión madrileña.

Miguel, que ha vivido con la cabeza muy alta, sólo puede haber muerto con la cabeza en alto: esa cabeza cuyos ojos de niño reflejaban la limpidez de una conciencia sin remordimientos.

Jean Cocteau llamaba a Raymond Radiguet “el milagro del Marne”. A Miguel habría podido llamársele “El milagro de Orihuela”, porque su caso constituye una excepción dentro de la historia de una literatura (excepción que tiene un precedente en la literatura inglesa del siglo XVIII): Miguel Hernández fue poeta antes de aprender a leer y a escribir.

Hijo de humildes pastores de cabras, trabajó desde niño en el cuidado del ganado y el cultivo de la tierra… Las toscas canciones que surgieron de sus labios, en los primeros años de su vida, justifican estas frases dirigidas por él a Vicente Aleixandre, en la dedicatoria de Viento del pueblo: “A nosotros, que hemos nacido poetas, entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres…”

Miguel Hernández había nacido poeta entre todos los hombres. Aprendió a escribir su nombre en la escuela pública de Orihuela, y, a pesar de que los primeros libros que cayeron entre sus manos eran detestables folletines por entrega, de los que pueden falsear el gusto de un hombre sencillo, el pastor de cabras halló, por instinto, el camino que habría de conducirlo a las más puras fuentes de la poesía castellana. Devoró las obras de los clásicos españoles en un círculo obrero de su pueblo. Conoció por un feliz azar, poemas de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. Y un buen día publicó una serie de octavas reales, escritas bajo la influencia peligrosa y egregia de Góngora.

Miguel Hernández no había cumplido veinte años, cuando José Bergamín publicó su primera obra seria, un auto sacramental, en Cruz y Raya… Los jóvenes poetas de Madrid comprendieron que había “nacido un poeta entre todos los hombres”. Un poeta por instinto. Un poeta auténtico. Un poeta que podría escribir un día: “Nuestro cimiento será siempre el mismo: la tierra. Nuestro destino es parar en las manos del pueblo…” Miguel Hernández fue festejado, elogiado, publicado. El aspecto milagroso de su aparición en el firmamento de las letras españolas, le confirió la categoría de héroe poético del día.

Pero el éxito no modificó en nada el carácter de Miguel. En la Cervecería de Correos, junto a Federico García Lorca; en la casa de Pablo Neruda, llena de máscaras javanesas; en el estudio de Rafael Alberti, presidido por los inquietantes dibujos de Alberto —escultor en barro de Castilla— Miguel Hernández seguía siendo el pastor de cabras, hijo de pastores de cabras, de los campos de Orihuela.

¡Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna
pesan sobre nuestros huesos!


Miguel Hernández había nacido con el cutis duro y terroso de los campesinos. Ignorante de coqueterías, llevaba cortísimo un pelo espeso que ningún peine habría sabido domar. Manos anchas, manos de labriego.

Estas sonoras manos, oscuras y lucientes
las reviste una piel de invencible corteza,
y son inagotables y generosas fuentes
de vida y de riqueza…


Miguel no era elegante. Prefería cualquier indumentaria refinada, el rudo pantalón de pana de los campesinos, y esas alpargatas levantinas, con ocho cordones negros, que habrían de ser el calzado de campaña de los primeros milicianos.

Pero dos cosas resultaban inolvidables en el poeta: la limpidez de su mirada clara y el timbre varonil y profundo de su voz.

Esa voz la he apresado. La tengo aquí, en La Habana, en mis maletas.

A principios de 1938, Miguel Hernández llegó inesperadamente a París. Desde los primeros instantes de la guerra, el poeta se había inscripto en el 5to. regimiento:

Echa tus huesos al campo,
echa las fuerzas que tienes
a las cordilleras foscas
y al olivo del aceite
……………………………………….
Sangre que no se desborda,
juventud que no se atreve,
ni es sangre, ni es juventud,
ni relucen, ni florecen…


Había trabajado en la construcción de fortificaciones. Ahora, destinado a infantería, luchaba como miliciano en la brigada del “Campesino”… Para imponerle un descanso merecido, y sustraerlo momentáneamente a los cotidianos peligros del frente, el Gobierno republicano lo había nombrado delegado a un Congreso Internacional de Arte Dramático.

Por aquel entonces, disponiendo de las máquinas de mi estudio, yo no perdía una oportunidad de “poner en conserva” la voz de los grandes poetas contemporáneos. Había editado los poemas Guernica y Madrid 1937, de Paul Eluard. Había guardado en mis gavetas las voces de Langston Hughes, Rafael Alberti, José Bergamín, Octavio Paz, Pablo Neruda y otros… Al saber que Miguel (a quien había conocido en Madrid bajo las bombas del año anterior) estaba en París, lo invité a que grabara un disco.

Era la primera vez que el ex pastor de cabras veía un estudio consagrado a estos trabajos. Todo lo maravillaba: las máquinas, los micrófonos, los amplificadores, los tonemesser que permiten ver la voz, los pomos de cristal en que la escoria filiforme de los discos se entrega a danzas fantásticas, al ser enmarañada por aspiradores. Miguel reía como un niño al ver los aparatos destinados a producir ruidos. Al oír un balido producirse en una caja misteriosa, exclamaba:

—¡El borrego!...

Entendido en la materia, hallaba que las cabras mecánicas de mi estudio no eran del todo exactas.

—¡Si hubieses venido a Orihuela!... ¡Allí eran de verdad!...

Por fin, Miguel se detuvo ante el micrófono. Se encendieron las luces rojas. Se encendieron las azules. Y el poeta comenzó a declamar, con su voz maravillosa y su acento aldeano, las estrofas de la Novia del soldado.

Sobre los ataúdes feroces en acecho
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa…


Este disco no se llegó a editar, pero conservo el original, único ejemplar, junto a mis papeles más preciados. Trataré de hacer algunas copias de él que regalaré a los que fueron amigos del poeta.

¡Cuerpo presente!... ¡Único retrato viviente que nos queda de esa voz que simbolizó, por su masculinidad, la vida misma de Miguel Hernández!...

6 de agosto de 1939, Revista Carteles.


Alejo Carpentier


Fuente: La Jiribilla




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