29 octubre 2009

Sobre Caín





He leído varias veces, incluso la he traducido al castellano, la última novela de José Saramago “Caín”, una fábula humana, tan humana que pensé que iba a provocar preguntas humanas. Ante mi sorpresa, no ha pasado así.

De pronto, una parte de la sociedad se ha puesto a hablar de Dios y de la Biblia, aire fresco que se agradece si tenemos en cuenta el tenor de otras polémicas, pero nadie ha señalado lo que desde mi punto de vista es esencial en este libro: que el género humano no es de fiar. Sí, los seres racionales, los que levantan edificios, construyen puentes y componen sinfonías, esos mismos que declaran guerras por un territorio, por un capricho, por una bandera o por un Dios nacieron locos y locos siguen viviendo tantos milenios después de Adán y Eva o del Big Bang, que cada uno lo llame como quiera. Sólo a gente sin sentido se le puede atribuir la autoría de las fábulas religiosas que han poblado la tierra y siguen poblándola, porque todas las civilizaciones se han organizado en torno a una divinidad y todas las divinidades se basan en el sacrificio y en la sangre. Si es verdad que en Creta el ritual era arrojarle al minotauro doncellas vírgenes, y que las civilizaciones precolombinas realizaban sacrificios humanos para aplacar la ira de los dioses, como tantos pueblos africanos, el ranking de la exigencia sacrificial lo gana la religión que presenta a su propio Dios ejecutado en una cruz tras haber padecido terribles torturas que hasta le hicieron sudar sangre.

¿Qué atracción morbosa tienen los hombres para inventar, a lo largo de los tiempos, religiones terribles a las que luego se esclavizan? ¿Qué pasión ha aturdido a la humanidad para imponerse a sí misma códigos y prohibiciones canallas, amenazarse con fuegos eternos, condenarse absurdamente de por vida, centrar la existencia en tabúes ajenos al sentido común y hacer de inhumanas normas guías de conducta y de condena? Sí: los llamados seres racionales están locos, por eso tal vez no merezcan la existencia. Ésa es, a mi entender, la síntesis de la novela de Saramago, esa perplejidad se me ha ido afianzando en cada lectura: No somos de fiar, Caín tenía razón al ejecutar su plan si los seres humos somos tan crueles, tan malos, tan aborrecibles, que cuando queremos inventar un ser superior lo tenemos que cargar de sangre, odio, muerte, renuncia, sacrificio. El rencor del Dios de la biblia es el rencor que los humanos han inventado, ya que son los seres humanos los que han propuesto las distintas figuras divinas. Y la crueldad, y la bellaquería, y el ardor guerrero y el espíritu de venganza son construcciones humanas a las que se les ha dado cuerpo legal y religioso para, a continuación, someterse con una ligereza insoportable. “Esclavos de un Dios ficticio” escribió alguien, y es verdad: sea en el Islán, en las religiones africanas o amerindias, en el judaísmo, el cristianismo en sus distintas variantes o en otras confesiones, en todas están los códigos y el pecado, en unas ponen burka, en otras prohiben hacer el amor sin pasar por un altar, y lapidan en la vida terrenal o condenan para la eternidad si se cura con una transfusión de sangre o se investiga con células madre. Y todas están convencidas de su excelencia, de su legítima capacidad para condenar, por ejemplo, a los homosexuales --todas las religiones tienen una fijación con el sexo, lo que demuestra lo muy humanas que son-- y todas se saben y se sienten superiores. Ninguna ve ridículos y fatuos sus rituales, aunque no entienda los del vecino, son bárbaros los unos para los otros, nunca amigos, nunca cercanos: en el universo religioso es donde más claramente ha quedado demostrado que los humanos a lo largo de su paso por el mundo se han afanado en encontrar motivos para el enfrentamiento y, ya está dicho, la religión es uno de los mayores, junto a la bandera y al territorio, qué tres grandes falacias para dividir a una sola especie. Qué tres grandes fraudes.

¿Dios es de fiar? Dios no existe fuera de las cabezas de los hombres, luego son los hombres los que no son de fiar, ni ellos ni sus obras. Hijos de dogmas y preconceptos, herederos de tradiciones sin sentido, de supersticiones y de miedos, los hombres no han sabido aprovechar la modernidad para combatir el descaro de lo irracional. Incluso el hombre occidental, el que se cree centro del mundo y dueño de los mejores conceptos, se revuelve intranquilo si alguien como Saramago, y no sólo, cuestiona supuestas verdades reveladas. Eso sí, el occidental defiende su interpretación con aires de superioridad, desde la certeza de saberse mejor que otros, que condenan con fatwa, sólo porque hace dos siglos que en occidente se acabaron los juicios de la Inquisición y los anatemas no son quemados en la plaza pública. Barbarie que sigue existiendo en otros lugares del mundo, también humanos, estados teocráticos, pueblos sometidos por leyes atribuidas a Dios, leyendas y cuentos escritos, unos tras otros, por hombres inmisericordes, con el mismo afán dominador y depredador.

La novela de Saramago no es contra Dios. Lamento contrariar a quienes así piensan. Saramago, en su ficción, vuelve a escribir un ensayo sobre la ceguera. La humana ceguera que además de impedir la visión trata de que no haya claridad en el mundo, que este planeta perdido en el universo sea un lugar sin luz y sin otros dones bellos que nos harían más libres y felices. Los hombres inventaron a Dios y ahora parece que esperan que Dios los salve porque, enfrentados entre ellos y con sus miedos, no son capaces de desmontar tinglados y decir basta ya de esclavitud y estulticia. Sigamos pues por los caminos marcados por las leyendas, con interpretaciones simbólicas o no, pero al menos tengamos la decencia de atribuirnos la autoria de la farsa: la de haber creado la divinidad y todo el dolor y sacrificio que los dioses impusieron en el mundo. A imagen y semejanza del ser humano.

Pilar del Río

Periodista

Fuente: Fundación José Saramago

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