Las raíces y los frutosAlfredo GoldsteinEmpecé a ver teatro a los 11 años. Aunque en realidad ya había sido espectador obligado de algunas de esas obras infantiles que espantan a los potenciales amantes del arte escénico. Pero sistemáticamente, todo empezó a los 11. Fue Diana Mines, mi prima, una de las grandes de la fotografía de este país, la que me metió en ese mundo del cual no pude zafar nunca más. Y fue la fascinación del Solís, en aquella El honor no es cosa de mujeres, con una China Zorrilla y un Enrique Guarnero que se sacaban chispas en una comedia que brillaba con luz propia. Vinieron otras perlas de la Comedia Nacional: Noche de Reyes, Tartufo, El asesinato de la enfermera George… La primera ceremonia de los Florencio que pude ver desde el gallinero, cuando Arlecchino, servidor de dos patrones, de Goldoni, llevó el Florencio a tiendas del Circular, de la mano de Villanueva Cosse en la dirección.
Tardé en ver a la gente de El Galpón. No fui parte del público privilegiado que se encendió con la particular Fuenteovejuna o que se puso a cantar con vehemencia en la denuncia esperanzadora de Libertad, libertad –que años después pude escuchar una y otra vez en un viejo disco–. Pero cuando me bauticé de teatro galponero, el impacto fue imborrable. En la misma temporada, tres flashes que hasta hoy conservo como de las mejores cosas de la escena nacional. Primero El avaro, de Molière, en el que “Nino” Tenuta desplegaba todo su arte para transformar al tragicómico Harpagón en una criatura multifacética, que atrapaba y repelía a la vez. Después Las brujas de Salem, ese grito emblemático de Arthur Miller, en el que John Proctor y su mujer (Raúl Pazos y Lilián Olhagaray en la ocasión) descollaban al frente de un reparto que preveía desde el escenario que la caza de brujas no estaba lejos de los espectadores del viejo Grand Palace. Y finalmente: Barranca abajo, de Sánchez, en una puesta de Atahualpa del Cioppo que borraba de un plumazo todo pintoresquismo, en un espacio absolutamente despojado en el que vibraba la voz trágica del Zoilo de Blas Braidot, mientras la vieja y ladina Martiniana de Sara Larocca sacaba provecho de la desgracia ajena…
Después llegaron otros impactos, otros fuegos: Heredarás el viento, de Lawrence y Lee, en el que la defensa de la teoría darwiniana se instalaba en medio de la polémica; Pluto, de Aristófanes, una comedia que se convertía en una fiesta inolvidable y a la vez en una denuncia de las miserias humanas y divinas; El gorro de cascabeles, de Pirandello, el último estreno antes de que la dictadura desmantelara una institución que prometeicamente resistió desde otros tablados.
Casi no conocí la célebre salita de Mercedes. Esa que se construía mientras el Mundial del 50 se libraba en Maracaná, circunstancia que unos y otros, los que peinan muchas canas, recuerdan como ejemplo de la tenacidad y el esfuerzo del teatro independiente. La sala de la famosa viga que sostenía algo más que un edificio, real y simbólica a la vez. Me tocó justamente ver allí en 1975 a Club de Teatro haciendo Rinocerontes, de Ionesco, bajo la batuta de Héctor Manuel Vidal. A veinte años de su estreno francés, esa advertencia sobre la bestialización del totalitarismo espejaba una realidad que transcurría fuera de la sala. El grito de su protagonista resistiendo el avance de los rinocerontes proyectaba luminosamente los silencios obligados y rabiosos de la platea. Y una vez más, la sala de El Galpón albergaba un llamado a las revoluciones internas.
Mucha agua ha corrido desde aquel 1949. Muchos nombres ilustres pasaron por los escenarios galponeros o marcaron su impronta desde sus butacas. Algunos partieron hacia otros escenarios, más permanentes, más cósmicos, como Atahualpa del Cioppo, César Campodónico, Sara Larocca, Juan Gentile, Juan Ribeiro, Blas Braidot, Juan Carlos Moretti, Imilce Viñas… Otros siguen vibrando incluso fuera de la institución, dejando su huella didáctica y de nutrida experiencia, como Ruben Yáñez, Jorge Curi y Júver Salcedo. El exilio en México trajo otras fraternidades, otros amigos universales, amén de muchos sufrimientos, de muchas lejanías… El retorno a la patria trajo la recuperación física de los afectos, pero también otros desafíos, otras angustias, otros riesgos.
Hoy El Galpón es un sello de fábrica. Como lo es la Comedia Nacional; o el Circular. Con sus luces y sus sombras, con sus aciertos y sus errores, con sus marchas y contramarchas. Hay quienes señalan con notoria y uruguaya nostalgia que no es El Galpón de otros tiempos. Que añoran el teatro combativo que supieron marcar aquellos primeros Brecht, que ven como extraña la combinación de repertorio con títulos de líneas y temáticas divergentes. Que ven el sentido político del teatro unido a aquella militancia de izquierda que hoy tiene otros caminos, otras vías, tan válidas como aquellas, porque los tiempos y el país son distintos.
Pero el complejo de El Galpón es una realidad palpable e inconfundible en 18 y Roxlo. Una sala, la César Campodónico, puesta a nuevo con el aporte del gobierno nacional –resarciendo en parte las pérdidas ocasionadas por la dictadura–, con más de ochocientas butacas impecables y una infraestructura técnica de primer nivel. La segunda, la sala Atahualpa, un espacio trifrontal –en realidad casi semicircular– que permite un mayor acercamiento del espectador, y que ha albergado otro tipo de propuestas, menos lanzadas al despliegue en grande. La tercera, la sala Cero, inicialmente surgida como experimental, que seguramente precisa reformas, pero que deja espacio para la intimidad, para los espectáculos “de bolsillo”.
Un edificio que incluye oficinas de extensión cultural –de actividad permanente en el Interior y junto a los centros de enseñanza–, el centro de atención de Socio Espectacular, una cafetería renovada en planta baja que ha ido afianzándose como lugar de reunión no solamente para la gente del teatro, un predio adicional en la calle Guayabo que servirá en el futuro para descongestionar la actividad diaria y albergará salas de ensayos, y eventualmente el retorno de la escuela Mario Gallup, que sería bueno que volviese con todos sus bríos.
Con Babilonia, de Discépolo, El Galpón festejó el 2 de setiembre pasado sus primeros 60 años. El lunes 28 algunos ex galponeros –¿no lo siguen siendo?– cruzaron el charco y se abrazaron con su gente. Villanueva Cosse y Juan Manuel Tenuta se fundieron en los recuerdos con los de su generación –la querida “Ñatita” Ferrer, por nombrar a un referente– y los que, siendo más jóvenes, llevan adelante un proyecto que, quiérase o no, marca la cancha de la escena uruguaya. Que lo que venga tenga el fermento de la apuesta arriesgada, sin prejuicios, variada y con el mismo espíritu independiente, comprometido y cuestionador que supo guiar a sus creadores, en aquel lejano –y cercano– 1949.
Fuente: Brecha
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