20 noviembre 2009

La flor más roja del pueblo





Hace setenta años, se desencadenaba el peor genocidio de la historia. Al final de la guerra, la humanidad respiró aliviada. “Never more” parecían decir todos. En campos de concentración, en aldeas arrasadas, en ciudades destruidas, en la batalla de los ejércitos, en la represión a la resistencia clandestina, cayeron millones. Al holocausto de los judíos se añadió la desaparición de millones de seres humanos, actores en el combate y víctimas inocentes. Pocos escaparon a esos años terribles sin marcas en la carne y en la memoria. Subsisten los rituales del recuerdo, piadosos actos formales, mientras se olvidan las causas, se diluye la responsabilidad de los políticos que fueron cómplices del ascenso del fascismo.

Un artista genial, Pablo Picasso, detectó las señales del apocalipsis. Porque en Guernica, aldea inerme bombardeada, se expresó el preludio de lo vendría después. La guerra de España fue el laboratorio donde se experimentaría el ejercicio de la destrucción. Los acontecimientos de entonces conservan inquietantes resonancias en la contemporaneidad. En el seno de una república, elegida con amplia base popular, el pronunciamiento de Franco interrumpió el cauce de la historia y frustró momentos de eclosión en la cultura y en el desarrollo de las instituciones políticas.

Ay Carmela, eran cuatro generales, con el quinto regimiento se va la flor más roja del pueblo, fueron los cantos que recorrieron la resistencia rente a la arremetida del fascismo. Inspiradas en las tonadas tradicionales alentaron las trincheras y el heroísmo de los madrileños. Vencieron el hambre, el miedo, constituyeron asidero para la esperanza y el legendario “no pasarán”. La España derrotada fue víctima de las disensiones que socavaron el frente popular y de la falsa neutralidad de las potencias occidentales. Detrás de la Italia fascista llegaban armas, municiones, militares experimentados, pilotos y aviones; Francia e Inglaterra cerraban el paso al trasiego de los recursos más elementales, incluidas las contribuciones solidarias de los respectivos pueblos. La Unión Soviética pudo mandar más de dos mil asesores e intérpretes, nunca combatientes situados en la línea de fuego. Por otra parte, anarquistas, socialistas y comunistas se dejaron arrastrar por contradicciones fratricidas. La lección fue amarga, pero no ha sido aprendida.

El pronunciamiento franquista se produjo cuando España transitaba por un auténtico renacer de sus instituciones de enseñanza, de la ciencia y de la cultura. Paradójicamente, otra guerra, la de Cuba, con la ruptura del último eslabón imperial, condujo a la toma de conciencia autocrítica de la generación del ’98. Vendría luego la eclosión poética del ’27. En ese dominio se restauraba un diálogo sin rencores con los escritores hispanoamericanos. Algo similar estaba ocurriendo con la música. En la Ciudad Universitaria madrileña se manifestaba un estallido de creación a través de la convergencia electrizante de Lorca, Buñuel, Salvador Dalí. El aliento de la modernidad parecía enterrar definitivamente la España sombría de la reacción y los requetés. Se entronizaba la influencia reveladora del surrealismo y, sin embargo, muy pronto la Ciudad Universitaria se convertiría en campo de batalla, Lorca sería fusilado y Buñuel, como tantos otros, pasaría al exilio.

Mi generación conoció el dolor de España a través de sus exiliados. A diferencia de los colonizadores, los emigrados, portadores de una nostalgia incurable, llegados también con las manos vacías, dejaron huella profunda en América sembrando saber e instituciones. A ellos se debió, en gran medida, el auge editorial de México y la Argentina, así como el espíritu renovador de las ideas en la vida universitaria.

Las circunstancias de la época y el anquilosamiento de las instituciones no hicieron de Cuba un refugio propicio para los españoles en busca de trabajo.

Encontraron la solidaridad de un pueblo que había enviado mil combatientes –cifra elevada teniendo en cuenta la población del país- a los frentes de la guerra en defensa de la república. Tuvieron el apoyo de los intelectuales desde instituciones como el Lyceum y la Hispanocubana de cultura, pero carecieron de la necesaria ayuda oficial. Empecinados, algunos se quedaron. Unidos por el antifascismo, aquellos exiliados cubrían el más ancho espectro ideológico. María Zambrano anduvo peregrina en procura de vías para asegurar la subsistencia. Gustavo Pittaluga, notable hematólogo, no encontró cátedra disponible. Otros pudieron esperar hasta que la Universidad de Oriente, libre de las ataduras que paralizaban la bicentenaria universidad habanera, abriera sus puertas e instaurara nuevos conceptos de organización docente. Allí se instaló Juan Chibás, historiador de la literatura para coincidir, en un mismo ámbito, con Prat Puig, apasionado e imaginativo restaurador de la arquitectura colonial. También estaban allí el penalista y ex fiscal de la república José Luis Galbe, el químico Julio López Rendueles, el pedagogo Herminio Almendros. Ya por entonces, en un proceso acelerado por las luchas contra la dictadura de Batista todos ellos hablaban en cubano. Sin renunciar al dolor de España, se entregaron a la obra nueva. Más allá de banderías políticas, eran parte de la flor más roja del pueblo.

Hace setenta años terminaba la guerra civil española, preludio del gran genocidio. Si la historia es maestra de la vida, ese acontecimiento aleccionador no puede ser olvidado. Al menor descuido, el fascismo puede dar su zarpazo de violencia e ignominia. Tragedias de tal dimensión dejan heridas que tardan mucho en cicatrizar, truncan proyectos irrecuperables. Para contar la verdadera historia de lo ocurrido con los rejuegos de cancillerías, las disensiones entre grupos políticos, con el trasfondo económico y cultural y, sobre todo, con el inmenso sacrificio del pueblo, tendrán que seguirse abriendo los archivos en beneficio de la indispensable memoria histórica.

Graziella Pogolotti*

*Ensayista, crítica de arte y literatura. Doctora en Filosofía y Letras, Universidad de La Habana, 1952. Estudios postgraduados de Literatura francesa contemporánea, Sorbona, París 1953.

Fuente: Cubarte


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