08 mayo 2009

Dos orillas de un mismo río



Foto: Alexa Seewald


En estos días, habiendo reencontrado juntos a José Luis Guerra y Braulio López, me han venido al espíritu muchos recuerdos y vivencias que puse en este par de hojas.

Daniel Viglietti

Uno es un enamorado de los ríos. Cuando con mi viejo algunas veces salimos de pesca fuera de territorio minuano, en uno de esos viajes descubrimos el río Olimar. Era allá a fines de los años cincuenta. Como con el amor a los ríos no existe posible acusación de infidelidad, naturalmente sumé el Olimar, a pesar de aquel breve encuentro, a mis primeros amores, que fueron, intensamente, el Santa Lucía y el Uruguay. Nunca me imaginé entonces que un día sería amigo y compañero de camino de dos olimareños que pasarían a conformar el dúo que hoy abrazamos. Con los Olima –como muchos los nombramos desde siempre– nos cruzamos en aquellos legendarios programas de la fonoplatea de radio El Espectador, en los primeros años de la década de los sesenta. Nos encontramos en el campo de la izquierda –en esos tiempos no se manejaba el término progresismo– en muchos actos solidarios. Fuimos parte de la delegación uruguaya al Encuentro de la Canción-Protesta, así se lo llamó, organizado por Casa de las Américas, en Cuba, en 1967. Ahí fue naciendo nuestra amistad, porque en el terreno de lo afectivo también existen crecientes. En 1968, Uruguay se iba radicalizando y a la explotación y a la represión del pachecato se iba oponiendo la lucha popular. Como se sabe, había diferentes caminos en esa lucha y nuestra amistad volvió a crecer con la confianza que nos daba nuestra afinidad ideológica, haber creído en el camino orejano, en la rebeldía directa. Tiempos en que Mario Benedetti nos sugería que el arriba estaba nervioso y que el abajo se movía. Tiempos en que Idea Vilariño nos decía que de todas partes venían los orientales, palabra que sustituía a otra innombrable públicamente en esos tiempos. Un poco más tarde, durante largos períodos conviví con el dúo casi diariamente en ensayos y presentaciones, junto a la querida actriz Dahd Sfeir, en las dos temporadas de “Cantando a propósito” en Montevideo, y en las presentaciones de ese recital en equipo en Buenos Aires. En esos ciclos, en la relación periódica, fuimos conociéndonos más. Yo fui encontrando, como rasgos diferenciadores, en Pepe una calidez comunicativa y en Braulio una afectividad interior. Discutíamos, opinábamos, desnudábamos nuestros aciertos y desaciertos, reconocíamos nuestros límites. Nunca sentí de parte de ellos competencia, rivalidad, protagonismo. Creo que fue mutuo.

También coincidimos en el Chile de Allende y volvimos a Cuba en el 72, a un Encuentro de Música en que participaron Víctor Jara, los Parra y el maestro Luigi Nono, entre muchos otros músicos. Los años habían ido pasando y Los Olimareños seguían navegando su cauce cultural ya por más de una década, desde aquellos afluentes formadores como Ruben Lena –“el tercer brazo del dúo”, como a veces los han evocado– y Víctor Lima. Los cantos de amor, los cantos de costumbres, el cariño a la naturaleza y a los seres humildes, conviviendo siempre en el dúo con la rebeldía en vigilia. Su arte conjugó esa magia, a la que aludió alguna vez nuestro musicólogo Coriún Aharonián, ese manejo de la calidad interpretativa en sus voces, en la conjunción de tímbricas vocales tan diferentes, en sus guitarras, también dispares, en las respectivas autorías, en la concepción de los arreglos, en su ancha visión de los géneros musicales nuestros, desde la milonga y la serranera, hasta el candombe y la murga –en este último caso con el visionario trabajo Todos detrás de Momo– , y también en su apertura con la divulgación de músicas de otras latitudes, como en el caso de su repertorio venezolano. Sobre un trabajo tan intenso como el de ellos, sobre un repertorio tan extenso, mucho habría para analizar, para opinar, y seguro que este reencuentro reavivará abordajes y exploraciones.

En nuestra historia, con tantas cosas en común, después, el peligro nos llevó a mapas diferentes. Braulio, en Argentina, pasará por el secuestro, la cárcel y la tortura; Pepe, dentro de nuestro país en dictadura, vivirá en resistencia la amenaza y la censura del régimen. Después, los años del exilio nos hicieron encontrarnos lejos, en varios países de Europa, coincidiendo algunas veces en actos solidarios, y más tarde en México, cuando los encontré ya instalados allí. La situación en nuestro país reclamaba apoyos y como varios cantores exiliados nosotros seguimos cantando y denunciando lo que ocurría en Uruguay, en Argentina, en Chile, a veces coincidiendo en algunos actos. Se suceden entonces, si no recuerdo mal, en los últimos tiempos del exilio, algunos períodos de separación física del dúo, encuentros alternados, hasta que me entero de su regreso a Uruguay, en aquel mayo del 84, hace 25 años. Nunca pude hablar con ellos de su doble regreso, su retorno al país, pero también al 33 natal. Eso les debe haber sido imposible de olvidar. ¿Habrán podido entonces ir al Olimar, aunque más no sea un poquito, junto a tanta agua que disimula cualquier lágrima?

Ya regresados, nos cruzamos varias veces en festivales solidarios y creo que volvimos a coincidir en algún concierto en el exterior. Se iban insinuando algunas incomunicaciones en el dúo, los rumores hablaban de crisis. Los oí, siempre con esa magia suya, indivisible, en el cine Radio City cuando aún era un cine y no una catedral de fanáticos. Y después la noticia de que los Olima se separaban. Costó mucho aceptarlo, en relación simétrica con el cariño popular que habían suscitado. De ese par de compañeros nacieron dos solistas: Braulio y Pepe, Pepe y Braulio. Tuvieron que refundar cada cual una estética, un repertorio que evitara al principio la fijación en el pasado. Supongo que no fue fácil. De parte de sus amigos y seguidores se insinuó el riesgo de afiliarse a los guerristas o a los lopecistas. Yo siempre que me encontraba con uno le contaba que había estado con el otro. Para explicarme a mí mismo y a ustedes y a ellos cómo logré elaborar la separación de estos dos amigos, le pido ahora ayuda al río ese que les dio nombre. El Olimar tiene dos orillas, como todo río, y yo me he puesto a pensar que ellos, tras tanto remar juntos, atravesar amaneceres, nieblas, vientos, correntadas, cosas propias de esa navegación que es andar juntos por la vida, tenían que explorar cada uno su propia orilla. Tarde o temprano tenían que hacerlo. Y siguieron cantando solos, cada uno en una orilla, pero del mismo río, fíjense ustedes, del mismo río.

Y hasta el Festival del Olimar, que los recibiría a cada uno ya en lo suyo, se venía llamando, como premonitoriamente en este caso, Festival del Reencuentro. Creo que alguna vez, en ese escenario, en un momento colectivo, los artistas que los rodeaban se fueron apartando y quedaron ellos en primer plano, casi solos, pero lejos, cada uno un poco perfilado, como si evocaran al maestro Atilio Rapat en ese gesto.

Pasaron años, 19 años, sin Olimareños, lo que fue por ausencia una de las presencias más intensas en el imaginario uruguayo vinculado a lo artístico. Hubo que atravesar duras sequías hasta que las orillas casi se abrazaron, el corazón de Pepe y el corazón de Braulio sabrán por qué. Y su decisión reciente de duar de nuevo, que nos permite hoy homenajearlos como comunidad, como pueblo, y nos permitirá mañana y pasado vivarlos en el estadio, como si fueran 22 olimareños, todos jugando para el mismo lado, contra el olvido, contra lo injusto, contra lo impune, contra el silencio.

A seguir buscando y buscándose, siempre navegando por el río que los nombra.

Fuente: Brecha

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