Aquella noche no se sentía cómodo. El cielo estaba revuelto y sin un más aparente, se le ocurrió que eso no era un buen augurio. Algunas estrellas se habían cansado de que nadie las mirara y desesperadas se dejaban caer sobre el intenso azul para desaparecer. El frío sigiloso anunció la llegada de una densa niebla que con parsimonia, se descolgaba de las cornisas y chaperones con apariencia de sábanas de gasa, para arremolinarse a su paso y hacerle invisible. Fue el camuflaje perfecto que le hizo sentirse temporalmente a salvo. Se caló bien el sombrero, con la mirada hacia abajo y seguía en la oscuridad un imaginado sendero de hormigas mientras caminaba calle arriba. Así, en aquel deambular sin sentido, le sorprendió el canto del gallo y mientras el alba absorbía aquella vaporosa vestimenta, el cielo continuaba volteándose lentamente recortando nuevos perfiles y súbitamente se vio descubierto y a merced de la soledad. Era la señal que cubría los cuerpos desnudos con sus secretos, que dejaban ecos de placeres abandonados retozando entre sábanas y almohadas.
Se ponían en movimiento los chirriantes engranajes de las ambiciones.
A esa hora, las farolas ya no podían disimular más su fatiga y con sus últimos destellos empezaban a templarse fraguas y hornos panaderos. La luz del alba desplazó al pesimismo y al derretir la oscuridad, repartía desorden y pedacitos de sombra entre todas las cosas. A él y su sombrero, también les concedió un caprichoso recorte que le hizo sentir como si recuperara una dignidad que ni siquiera había pensado poseer.
Fermento y calor indujeron al pan a convertirse en la realidad más apetecida cuando el inconfundible olor del “amasao” logrado invadió toda la calle, derramando sensaciones que invitaban a pensar en mesas familiares y rostros sonrientes. Algunas siluetas empezaban a recortarse enmarcadas en los breves rectángulos de luz, que aquí y allá se iban desperezando. De ellos, confiados e imaginados cúmulos emanaban, desdibujando sutilmente lo visible y dejando caer con perezosa fantasía, el aroma del café tempranero, cotidiano dinamizador del aliento obrero.
Ausente de hormigas, malos presagios y limpio de nieblas, llegó hasta la plaza. Situándose en su centro se quitó el sombrero. Con los brazos en cruz, cerró los ojos y aspiró profundamente dejándose invadir por aquellos sentimientos hasta el rincón más íntimo de su percepción.
¡Había superado las sombras!
Consciente de ser dueño de aquellas sensaciones, entró en la Cafetería El Encuentro y dijo:
- Buenos días, Lalo. Me pones un café con leche y media tostada con aceite, por favor... Buscó la moneda adecuada e hizo sonar una música con una voz que decía: “Yo se qu´estoy piantao, piantao, piantao...”
- Ahí está. ¿No vas a comer nada más?
- No. Por el momento está bien. Dentro de un rato voy a salir a comerme lo que queda por ahí de futuro ...
Jorge Castro
broncecastro@telefonica.net
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