
No tengo intención de moralizar, aparte de que si lo hiciera perdería mi tiempo y sospecho que algunos lectores. Demasiado bien sabemos que la carne es flaca y que todavía lo es más el espíritu por mucho que acostumbre a presumir de sus supuestas fortalezas, que el ser humano es el territorio por excelencia de todas las tentaciones amables posibles, tanto las naturales como las que va inventando a lo largo de siglos y milenios de prácticas reiteradas. Buen provecho tengan. Que tire la primera piedra quien nunca se dejó tentar. La cosa comenzó por desabrochase la ropa, por usarse más leve y reducida, también más transparente, poniendo a la vista un número cada vez mayor de centímetros cuadrados de piel hasta llegar al nudismo integral cultivado con franqueza absoluta en ciertas señaladas playas. Nada grave, en cualquier caso. En el fondo, hay en todo esto, como escribí en otro contexto, una cierta inocencia. Adán y Eva también andaban desnudos y, contra lo que la Biblia dice, lo sabían perfectamente.
Al poner en marcha el vigente espectáculo universal que concentra y al mismo tiempo dispersa las atenciones del mundo, no parece que hayamos previsto que estábamos alumbrando una sociedad de exhibicionistas. La división entre actores y espectadores se ha acabado, el espectador va a ver y oír, pero también a ser visto y oído. El poder de la televisión, por ejemplo, se alimenta en gran parte de esta simbiosis malsana, sobre todo en los llamados reality shows, donde el invitado, para eso pagado y a veces regiamente, va a poner al descubierto las miserias de su vida, las traiciones y las vilezas, las canalladas propias y ajenas, y, si fuera necesario al espectáculo, las de la familia y de sus próximos. Sin discreción ni reserva, sin recato ni pudor, sin modestia. No faltará quien diga que menos mal que es así, que debemos abandonar aquellos trastos lingüísticos, puertas abiertas aunque la casa huela mal, algunos, no nos quepa duda, llegarán al extremo de afirmar que se trata de un benéfico efecto de la democracia. Decir todo, con la condición de que lo esencial se quede escondido. Sin vergüenza.
José Saramago
Fuente: El cuaderno de Saramago

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