21 abril 2009

Exhibicionismos



Palabras como discreción, reserva, recato, pudor o modestia todavía se encuentran en cualquier diccionario. Temo, sin embargo, que algunas de ellas acaben teniendo, más pronto o más tarde, el triste destino de la palabra ergástula, por ejemplo, barrida, como otras, del diccionario de la Academia portuguesa por una manifiesta y pertinaz falta de uso que había hecho de ella un peso muerto en las eruditas columnas. Yo mismo no recuerdo haberla dicho alguna vez y mucho menos haberla escrito. La palabra reserva, aunque va en camino de perder la acepción que me hizo incluirla en la lista de más arriba, tiene garantizada una vida larga por eso de la reserva de pasajes o de lugar sin los que servicios fundamentales como los transportes aéreos simplemente no funcionarían. Y eso sin olvidar otra reserva, la mental, inventada por los jesuitas como explicación última de decir primero una cosa y hacer después la contraria, operación, por otra parte, que cuajó y prosperó hasta el ponto de acabar difundiéndose en la sociedad humana como condición de sobrevivencia.

No tengo intención de moralizar, aparte de que si lo hiciera perdería mi tiempo y sospecho que algunos lectores. Demasiado bien sabemos que la carne es flaca y que todavía lo es más el espíritu por mucho que acostumbre a presumir de sus supuestas fortalezas, que el ser humano es el territorio por excelencia de todas las tentaciones amables posibles, tanto las naturales como las que va inventando a lo largo de siglos y milenios de prácticas reiteradas. Buen provecho tengan. Que tire la primera piedra quien nunca se dejó tentar. La cosa comenzó por desabrochase la ropa, por usarse más leve y reducida, también más transparente, poniendo a la vista un número cada vez mayor de centímetros cuadrados de piel hasta llegar al nudismo integral cultivado con franqueza absoluta en ciertas señaladas playas. Nada grave, en cualquier caso. En el fondo, hay en todo esto, como escribí en otro contexto, una cierta inocencia. Adán y Eva también andaban desnudos y, contra lo que la Biblia dice, lo sabían perfectamente.

Al poner en marcha el vigente espectáculo universal que concentra y al mismo tiempo dispersa las atenciones del mundo, no parece que hayamos previsto que estábamos alumbrando una sociedad de exhibicionistas. La división entre actores y espectadores se ha acabado, el espectador va a ver y oír, pero también a ser visto y oído. El poder de la televisión, por ejemplo, se alimenta en gran parte de esta simbiosis malsana, sobre todo en los llamados reality shows, donde el invitado, para eso pagado y a veces regiamente, va a poner al descubierto las miserias de su vida, las traiciones y las vilezas, las canalladas propias y ajenas, y, si fuera necesario al espectáculo, las de la familia y de sus próximos. Sin discreción ni reserva, sin recato ni pudor, sin modestia. No faltará quien diga que menos mal que es así, que debemos abandonar aquellos trastos lingüísticos, puertas abiertas aunque la casa huela mal, algunos, no nos quepa duda, llegarán al extremo de afirmar que se trata de un benéfico efecto de la democracia. Decir todo, con la condición de que lo esencial se quede escondido. Sin vergüenza.

José Saramago

Fuente: El cuaderno de Saramago






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