19 junio 2010

José Gervasio Artigas: El corazón de oro




Nuestro pasado ostenta una de las más puras figuras de América. A veces parece increíble que un pueblo tan insignificante en el momento de su eclosión histórica, haya podido generar nada menos que a Artigas. La verdad es que hoy, en 1960, aún no lo hemos merecido. Por algo el culto del Prócer se ha convertido en un rito no sólo vergonzante sino discriminador. Se recuerda de Artigas aquello que conviene o, mejor aún, que no molesta. De vez en cuando los partidos tradicionales polemizan agriamente a propósito de Oribe o de Rivera y para ello traen a cuento viejas anécdotas, desempolvan olvidados documentos. En cambio, se insiste en fomentar una inocua y escolar imagen del Precursor.

Para ello, se dirigen los focos conmemorativos hacia la Batalla de las Piedras, pero se prefiere dejar en la sombra erudita el Reglamento Provisorio de 1815; se trata de centrar la cuota obligatoria de admiración en algunas frases aisladas, en vez de examinar y pormenorizar las claves sorprendentes de su reforma agraria.

¿Ha pensado alguien en someter la realidad presente del país al juicio de Artigas? A un personaje político se le ocurrió reclamar que sus futuras cenizas fueran depositadas junto a las del Héroe, pero acaso se le olvidó que Artigas no está en sus cenizas sino en su ideario, y que es a ese ideario al que todos deberíamos arrimar y ajustar nuestros actos, Consejeros Nacionales incluidos. De lo contrario, corremos el riesgo de que la venerable sombra del Fundador de la Nacionalidad, ajuste sus reclamos a lo que son ahora nuestras actitudes y en vez de aconsejarnos: “Sean los orientales tan ilustrados como valientes”, nos pida que seamos tan valientes como ilustrados.

Artigas supo sacrificar el disfrute de una pseudo gloria, maculada y perecedera, a la ardua gloria de su insobornable dignidad. Miraba a su pueblo con cariño y no con menosprecio. Era valiente, era honesto, era lúcido. ¿Qué pasaría si el pueblo uruguayo decidiera afirmarse en esos rasgos? ¿Qué pasaría si ese mismo pueblo reclamara que quienes dirigen su destino, tuvieran presente el ideario artiguista?

Tal vez sea eso lo más justo: que Artigas diga la última palabra. Una última palabra que pueda encontrarse dondequiera se busque; por ejemplo en el artículo sexto del Reglamento Provisorio: “Por ahora el Sr. Alcalde Provincial y demás subalternos se dedicarán a fomentar con brazos útiles la población de la campaña. Para ello revisará cada uno, en sus respectivas jurisdicciones, los terrenos disponibles; y los sujetos dignos de esa gracia, con prevención, que los más infelices sean los más privilegiados. En consecuencia los negros libres, los zambos de esa clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con suerte de estancia, si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad, y a la de la Provincia.” Que los más infelices sean los más privilegiados. A primera vista, no parece una definición de la política del actual gobierno blanco, aunque este se haya limitado a sustituir la palabra infelices por latifundistas.

¿Tendrán acaso las disposiciones artiguistas el mismo tufillo foráneo olfateado por Benito Nardone en las palabras “reforma agraria” que desde hace un tiempo viene conmoviendo la antigua, agotadora estructura de América Latina? De todos modos, en 1815 faltaban tres años para que naciera Marx, de manera que parece improbable que Artigas pueda ser llamado filocomunista o cretino útil.

El corazón de oro, el viejo corazón de oro que latió en la etapa formativa y heroica de nuestra independencia, aun hoy sigue latiendo. No siempre se le oye, sencillamente porque la vida moderna es escandalosa y afirma a gritos su predilección por lo frívolo. Pero el corazón de oro ha sobrevivido y acaso allí llegue a tomar impulso la pasión que nos falta, la buena, generosa pasión, que aun puede redimirnos de nuestro actual pecado de pusilanimidad.

Mario Benedetti
“El país de la cola de paja”
Ediciones ARCA
Junio de 1960





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