17 enero 2010

ZITARROSA... - TRAGAR A ALFREDO





Calza Alfredo indistintamente sandalias y zapatos. Celebra en ojotas la amistad con sus pares y aporrea iracundo su borceguí invernal frente al frío infamemente forzado del indigente. Su garganta, siempre llena de tierra bien nacida huele a tierra confirmada; aliento a tierra su voz que canta a la tierra ineludible. Calza lo que le toque, canta lo que precisa, suena como le nace. Una especie de arrebato, sin duda hendido y gordo como un compromiso, su alimento; y justificándolo, el regadío de su verso inundado. ¡Qué otra cosa pudiste hacer, Alfredo, si era tanto lo que tu alma necesitaba regar!

“Para tanta soledad me sobra el tiempo;
dile a la vida que viva.”


Año 1984. Apenas días para retornar desexiliado a su patria. Me mira en “El Viejo Almacén” adivinándome en la turbiedad rubia de su wisky con hielo. Me reconoce, me nombra, estira el sentimiento como una mano, me cubre los hombros, llora por mi hermano. “Fue hace mucho”, lo alivio; “será siempre”, se lastima exprofeso. La voz se le ha puesto tan grave que raspa ternura al deletrear sus ayes. Llora barro por mí. Ubica con los ojos extraviados a mi madre y a mi padre, cimbra la mirada, llora por ellos. Está tan de espaldas a la sobriedad que no sabe que también llora por sí mismo aunque en días será un hombre feliz -no sabe que reirá ríos-. No se lo digo. Pobrecito, no me lo creería en la pena inmodificable de esa noche.

“Para tanta soledad me sobra el tiempo;
dile a la vida que viva.”


Alfredo es un intelectual nato a “la uruguaya”. Filosofa boliches, pensiones y guitarras, lee a Vallejo y a Rilke hasta el último huesito y grita un orsay regado con grosería de lunfardo. Facón al pecho para defender una idea, para coserse a quien no se anima y no dejarlo solo, para tragarse la faca hasta la médula con un encogimiento del tórax si el asunto es dar punto final. Nadie diga que Alfredo miró por encima de su altura. Si lo hizo es porque hacía pie para alcanzar la visión pese a quien pese.

“Para tanta soledad me sobra el tiempo;
dile a la vida que viva.”


“Una guitarra, una casa alquilada, unos cuantos libros, una mujer y dos hijas...”, enumera Enrique Estrázulas los bienes de Alfredo cinco años antes de su prematura muerte. Bienes que el flaco había decidido suficientes para una vida elegida para afuera. Pero los grandes hombres son a menudo desertados de toda voluntad personal, porque como los dioses, providencial es su existencia así como su propia inexistencia que no se reconoce como tal. La fusión está ahora a “punto de cinta”; ese sutil, fino apéndice desprendido de ella que no se corta, no se rompe, no se desune aunque se levante a altura extrema el batidor. Son los bienes agregados, los oídos de la América Latina que arriman la oreja a la tierra para sentir -de ser posible sentirlo- los sosiegos de tus huesos, Alfredo; reposo de una historia honrosa y trovadora que se traga recordándola. Tragar es engullir a hartarse. Recordar no es otra cosa que volver a pasar por el corazón.

Corina Balbi


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