10 agosto 2005

JUANA DE AMÉRICA



.“¿Pero qué hay de grande en mi poesía?” preguntaba sorprendida la poetisa al ser aclamada Juana de América eL 10 de agosto 1929; y es precisamente eso: que no lo sabe.

La pequeña Juana Fernández nació entre ríos de cristales, lava de oro y sombras de laurel el 8 de marzo de 1892, en la pequeña ciudad de Melo, Uruguay. Creció entre higueras, bosques y ríos mientras sus grandes ojos iluminaban un destino impredecible al escuchar a su padre recitar los versos de Espronceda.

A los 23 años, ya casada con el capitán Lucas Ibarborou y con un hijo, llegó a Montevideo con su sencillez de campo -aún con olor de río y de pasto-, y sus versos bajo el brazo que lograron rápidamente imponer un estilo propio y genuino en la gran ciudad y en toda hispanoamérica. Al publicarse la primera edición de su poemario Las lenguas de diamante (1919), se inició un movimiento de aproximación a la realidad. Así, entre una luna de cobre, frías amapolas, ardores de alba, miel y sal, expone su aventura amorosa y sensual. Es en esa libertad de contar su llama interna con frescura, humanidad y espontaneidad que Ibarbourou se ganó la admiración del lector y de la crítica. Su obra incluye verso y prosa entre los que suman más de una veintena de libros, reconocimientos y premios literarios.

Leer a Juana de Ibarbourou es similar a contemplar el fondo de nuestra alma. Su poesía trasluce la alegría del amor joven, de la sensualidad emancipada, de la naturaleza que corre por sus venas. Pero sus versos también fluyen como el río, nunca se estancan como les sucede a otros artistas. A medida que pasan los años su obra va reflejando su vida emocional (El mundo no se atreve a amar, a ser puro), su frustración por no poder volar a otros puertos (Si yo fuera hombre [...] ¡tenaz vagabundo que había de ser!), su aburrimiento por una existencia monótona y triste (Caronte, yo seré un escándalo en tu barca), su soledad y la muerte (la que lo toma todo y no da nada).

Rilke decía que “ser artista es: no calcular y no contar”. Eso fue precisamente lo que le sucedió a Ibarbourou; permaneció distante de sus mejores virtudes, para no frustrarles su ingenuidad y su integridad.

La poetisa murió a los 87 años y en su caballo de ligero vidrio se alejó de la mortalidad para dejarnos a solas rememorando los hilos de su canto por siempre y para siempre.

Texto:Beatriz Zamora Posted by Picasa

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