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pero a mí no me importó
porque yo no era.
En seguida se llevaron a unos obreros
pero a mí no me importó
porque yo tampoco era.
Después detuvieron a los sindicalistas
pero a mí no me importó
porque yo no soy sindicalista.
Luego apresaron a unos curas
pero como yo no soy religioso
tampoco me importó.
Ahora me llevan a mí
pero ya es tarde.
Bertold Bretch
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23 octubre 2010
Quemadas en la hoguera, acusadas de brujas, de tontas, de más débiles o de perfectas víctimas de un crimen pasional, las mujeres históricamente han sido objeto de un odio que no cesa. El libro del periodista Jack Holland publicado recientemente, Una breve historia de la misoginia (Ed. Océano), intenta poner en perspectiva cronológica un sentimiento que, compartido por hombres y mujeres, ha dejado y sigue dejando en desventaja y en situación de riesgo a la mitad del planeta.
“No sólo a los homosexuales no les gustan las mujeres, a casi nadie”, repite Peter Sellers mientras se mira en un espejo en el set de Woman Times Seven. Escenas desordenadas, fragmentos de películas pegados con la scotch de la memoria vaga compaginan un anuario misógino que nos acomoda boca abajo con las piernas cruzadas hacia arriba escribiendo la lista interminable en la que aparecen la ambigüedad poética, los mitos desenterrados y las más lejanas y amorosas obsesiones personales en la que figurará seguramente Jenny Colon, la Pandora de Nerval.
Pero después de hacer la lista o mientras tanto podríamos empezar una historia de la misoginia a partir de la entrada mujer en cualquier diccionario simbólico: en la esfera antropológica la mujer es el principio pasivo de la naturaleza y también es la sirena, lamia o ser monstruoso que encanta, divierte y aleja de la evolución. Con ese axioma, será fácil aventurarse en la patraña histórica con furia rauda.
Meses atrás se publicó en español Una breve historia de la misoginia, de Jack Holland (1947-2004) cronista político –indiscutido referente para conocer la situación de Irlanda del Norte–, narrador y poeta. Trabajó dos años en su breviario (“cuando los hombres se enteraban sobre el libro que estaba escribiendo me hacían un gesto de cabeza y un guiño, por el supuesto tácito de que me había dedicado a justificarla”), y murió en un hospital de Manhattan corrigiendo el manuscrito junto a su hija Jenny, prologuista y artífice de la edición del libro. Recuerda Jenny: “Mi padre adoraba la historia y adoraba a las mujeres. Estos son los dos factores que lo llevaron al tema de la misoginia, considerablemente diferente de las cuestiones políticas del norte de Irlanda a las que dedicó toda su carrera. A medida que escribía se iba quedando atónito ante la asombrosa lista de crímenes cometidos contra las mujeres por sus esposos, padres, vecinos y gobernantes (...) ¿Cómo se explican la opresión y la brutalidad contra la mitad de la población mundial por parte de la otra mitad, a lo largo de toda la historia?”.
Jack Holland se crió en Belfast y desde chico supo que en su barrio (después supo que en cualquier otro barrio, también) la palabra concha expresaba la peor clase de desprecio que una persona podía sentir por otra, recuerda Holland: “Si aborrecías a alguien, con llamarlo conchudo estaba todo dicho”.
ODIO ANTES DE CRISTO
El rastreo histórico de Holland empieza en algún momento del siglo VIII a. C. ¿Quién acunó al prejuicio? ¿La Grecia de Pandora? ¿El Génesis y su Eva? Las míticas chicas comparten el protagonismo, son el blanco móvil de todos los males, las responsables de todo el sufrimiento humano. Sí, la culpable de todo es Eva o Pandora o como quieran llamarla, qué importa el nombre si es mujer. La idea tardía de la creación, el bello mal, la letal raza femenina trajo todos los males, acarreó muerte, pecado y sufrimiento. Está dicho, los efectos malignos de la caída de la gracia los produjo la mujer.
Sigamos recorriendo las zonas del desastre, la emergencia de la misoginia en la Grecia del siglo VIII a. C. se produjo precisamente cuando declinaba la influencia de las dinastías basadas en familias; el poder pasó al cuerpo político de la ciudad-Estado. En aquellos días las mujeres romanas eran la pesadilla de los varones griegos porque desafiaban el dictado misógino que sentenció Pericles: “Una buena mujer es aquella de la que no se habla ni siquiera para elogiarla”, mientras las mujeres griegas caían en el olvido y eran mujeres sin nombre, las romanas sólo exhibían el suyo: Mesalina, sinónimo de sexualidad; Agripina, la de la ambición implacable, o Sempronia, la intelectual que aprendió a conspirar. Entonces... ¿se podía ser mujer en Roma? Sí, siempre y cuando esa mujer haya sobrevivido al infanticidio femenino o no se haya casado. Egnatius Metellus una vez llegó a su casa y como encontró a su mujer tomando vino la mató a golpes con una maza, escribió V. Máximo y agregó: “No sólo nadie lo acusó de haber cometido un crimen sino que nadie lo culpó. Todos consideraron que era un ejemplo excelente”. Parece que los romanos heredaron la preocupación griega por la virtud femenina y la vincularon con el honor de la familia y el bien del Estado.
Ya entonces la misoginia estaba basada en el temor de lo que podrían hacer las mujeres si fueran libres. “Que la raza femenina no desarrolle su razón, porque eso sería una cosa terrible” (Demócrito).
ODIO A LA ROMANA
A medida que el Imperio Romano prosperaba primero y declinaba después, la búsqueda de sensaciones fue volviéndose cada vez más la clave de la imaginación romana y de sus manifestaciones más misóginas. Los combates de gladiadores en el Coliseo fueron un elemento central de esa búsqueda en la que ocasionalmente también participaban las mujeres. Amazonia y Aquilia luchaban sin cascos porque los espectadores querían verles la cara: “¿Cómo puede ser decente una mujer que se pone casco en la cabeza, negando el sexo con el cual nació?” (Sexta sátira, Juvenal).
En un costado de ese mismo Coliseo se levanta una cruz negra que recuerda a todos los mártires que murieron allí y que fueron en su mayoría mujeres atrapadas entre el poder y la complejidad misógina del cristianismo.
En 412 d.C. Cirilo, obispo de Alejandría y más tarde canonizado santo, arengó en el estertor de uno de sus sermones a una turba excitada para que atacara la academia de Hipatia, acusada de artes satánicas. (Hipatia era hija del matemático Teón y daba clases de música, filosofía y astronomía.) “La sacaron de su academia, la arrastraron hasta la iglesia Cesarión, allí la desnudaron y, sujetándola, la desollaron viva. Después entregaron sus estremecidos miembros a las llamas.”
Los cristianos habían pasado rápidamente de mártires a inquisidores. En los siglos siguientes el perfume del incienso eclesiástico empezaba a mezclarse con el olor de la carne de una mujer quemada. Para los inquisidores la explicación era sencilla: toda brujería nacía de la lujuria carnal, lujuria que en las mujeres era insaciable porque la boca del útero nunca logra satisfacerse. A lo largo de los años fueron quemadas vivas con mordazas de hierro y púas en la boca. Se pregunta Holland: “¿Cómo fue posible que las mujeres fuesen demonizadas durante años en una sociedad en la que el conocimiento y las artes estaban en los más fructíferos de los períodos y en la cual las revoluciones científicas, filosóficas y sociales de Europa no tardarían en trasformar para siempre la forma en la que la gente se veía a sí misma y al mundo?”
LA PALABRA JUSTA
Un prejuicio sobrevive en el tiempo mucho antes de tener nombre. Cuando se inventó la rueda la misoginia ya estaba dando cuatro vueltas en el aire. Pero la palabra apareció por primera vez en el Oxford English Dictionary en 1656 y se la definía como odio o desprecio hacia las mujeres. Misógino ya había aparecido en 1630 en un folleto titulado Swetman arraigned como respuesta a un texto escrito por Swetman en el que las atacaba y despreciaba.
La literatura, siempre considerada, nos muestra que la misoginia, el prejuicio más antiguo del mundo, nunca pasó de moda. Allí está siempre presente y actualizado en un texto de meloso elogio escrito por Clement Marot (1496-1544):
Bolita de marfil
en medio de la cual se encuentra
una fresa o una cereza,
cuando alguien te ve muchos hombres sienten
en sus manos el deseo de tocarte y sostenerte.
el mismo poeta que también escribió:
Seno que no es más que piel,
seno fláccido, como un pendón,
como un embutido,
seno con un feo labio grande y negro,
seno adecuado para amamantar
a los hijos de Lucifer en el infierno
Otros ataques como parte de una convención retórica fundados en gastados clichés perduraron como tradición literaria a lo largo de todo el siglo XVIII:
“¡Oh, rostro más vil! Y, sin embargo, me cuesta cuarenta libras al año de mercurio y huesos de cerdo. Todos sus dientes se hicieron en Blackfriars, sus dos cejas en el Strand y su pelo en Silverstreet. Cada rincón de la ciudad posee una parte de ella... Se desarma toda cuando se va a acostar, en unas veinte cajas, y alrededor del mediodía se vuelve a armar, como un gran reloj alemán.”
(fragmento en el que el capitán Otter describe a su esposa, Ben Jonson, Obras, Volumen I.)
Los ejemplos de misoginia cruzan trópicos y siglos pero la historia siempre se encargó de mostrarlo como un prejuicio demasiado obvio para reparar en él. Qué conveniente y qué cómodo. En distintas civilizaciones, en diferentes épocas, el registro histórico es muy claro: se considera algo perfectamente normal que los hombres condenasen a las mujeres o que expresasen su disgusto hacia ellas por el simple hecho de que eran mujeres.
Y EL ODIO CONTINUA
“Mientras se esperaba que las mujeres victorianas se mantuvieran por encima de ciertos aspectos de la naturaleza, se contaba también con que se sometiesen a la naturaleza de maneras que consideraban parte esencial del destino femenino. Una de ellas eran los dolores de parto. Desde hace mucho tiempo, los cristianos predicaban que ese sufrimiento era el castigo impuesto sobre todas las mujeres debido al pecado de Eva. Doscientos cincuenta años antes, durante el reinado de Jacobo VI (1566-1625), una tal Euphanie McCalyane, incapaz de tolerar los dolores del parto, le pidió a una partera, Agnes Simpson, que le diese algo para aliviar su sufrimiento. El rey se enfureció y mandó que se la quemase viva.”
Obviamente el pasado no monopolizó horrores ni torturas hacia las mujeres ni mucho menos, basta con recordar los abusos sexuales y el trato a las embarazadas, el robo de bebés nacidos en cautiverio durante la dictadura militar y el tiempo que se ha tardado para que estos crímenes, concretamente el de la violencia de género, fueran considerados de lesa humanidad. En los comienzos del siglo XXI, una de las desertoras de las prisiones de Corea del Norte, Sun-ok Lee, actual investigadora en economía, contó en su libro Los ojos brillantes de las bestias sin cola, que estuvo detenida en Kaechon, donde el 80 por ciento de las prisioneras eran amas de casa. Cuenta Sun-ok que compartía una celda de 5,8 metros de largo por 4,9 de ancho con otras noventa mujeres, que dormían en el piso, que se les permitía bañarse dos veces por año y podían ir al baño sólo dos veces por día en horarios establecidos y en grupos de diez. Escribe Lee: “Dos mujeres caminaban hundidas hasta las rodillas en el fondo de la fosa séptica para llenar de excrementos una cubeta de hule de 20 litros, sin otra herramienta que sus manos desnudas. Otras tres mujeres jalan la cubeta de hule desde arriba y vierten su contenido en un tanque de transporte”.
Escribe Holland: “En noviembre de 2003 Gary Leon Ridgway (el asesino del Río Verde), es declarado culpable frente a un tribunal de Seattle por haber matado a 48 mujeres –posteriormente confesó haber matado a 71–. Ridgway es considerado uno de los asesinos en serie más prolíficos en la historia criminal de los Estados Unidos. Si las víctimas de esa turbulencia asesina hubieran sido judíos o negros se hablaría de cuestiones raciales, filosóficas, en cambio cuando se trata de un Ridgway o de un Jack el Destripador se espera que las explique un psiquiatra”.
Mientras las religiones, la filosofía y el psicoanálisis mostraban desprecio por las mujeres, la historia nos iba enseñando que podíamos entender la indestructibilidad de la misoginia a través de cuatro palabras clave: generalizada, persistente, perniciosa y cambiante.
Para los misóginos las mujeres son el “otro” originario, el “no tú”, de modo que no hace falta viajar mucho para saber qué es la misoginia, basta con quedarse en la puerta de una escuela a la hora de la salida, mirar un programa político por televisión, hablar con un médico, con un jefe o con una jefa.
Mientras busca petróleo Occidente se persigna porque en el camino se encuentra con una de las piedras que mató a una mujer y vuelve a persignarse con una gran cruz en el cuello mientras canta un rap en el que las mujeres son todas putas o estúpidas pero tan bellas que sólo dan ganas de violarlas.
El breviario de Holland –apenas un intento de divulgación del prejuicio– abre el juego para pensar en la misoginia más allá de las clasificaciones temporales y geográficas. Allí están las mujeres recluidas en las tribus de las montañas de Nueva Guinea, en el Amazonas o detrás de un velo, obligadas a la clitoridectomía, asesinadas por dejar de amar a un hombre o mutiladas por no querer seguir cocinando. Días atrás el Tribunal Federal Supremo de los Emiratos Arabes Unidos ha sentenciado que un hombre tiene el derecho de castigar a su esposa y niños con la condición de que no deje señales físicas. No nos quejemos por los golpes, parecemos nenas...
La sed misógina está siempre esperando su ambrosía. Se la detectaba en el Imperio Romano, en las matanzas de Ruanda y en medio de la ciudad cuando acalorados señoras y señores dicen yegua en lugar de Cristina Fernández.
Todo está frente a nuestras narices, sólo habrá que componer una taxonomía misógina y develar el mayor enigma al que se asomaron sin éxito vieneses y austrohúngaros (Wittgenstein y Otto Weininger, autor de Sexo y Carácter, un hit de la misoginia de entre dos siglos, entre otros).
Una creciente admiración por la construcción del sexo épico –con sus menstruales proezas– nos obligaron en días pasados, cuyo único tema fue la minería, a pensar en que apaciblemente despóticos y misóginos nos vuelve la contumacia de la Madre Tierra, tal vez una consulta geológica revelaría la supervivencia animal de especies sexualmente analfabetas. ¿Es el sexo la gramática superior de la especie? Mientras pensaba en una respuesta recordé un verso de “Desnudo en barro” de César Vallejo: “La tumba es todavía un sexo de mujer que atrae al hombre”.
Marisa Avigliano
Fuente: Página 12
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