El 3 septiembre, helicópteros y fuerzas de tierra de EE.UU. cruzaron la frontera afgana y atacaron el poblado de Jalal Khei, al sur de Pakistán, con un saldo de 20 civiles muertos, entre ellos seis niños, uno de 2 años y una niña de 3. Este hecho provocó reacciones oficiales en Islamabad: Parvez Kayani, jefe de Estado Mayor del ejército pakistaní, anunció que ya no se permitirían operaciones de tropas extranjeras en territorio nacional. El “ya” del general se explica: hace rato que comandos especiales de EE.UU. incursionan clandestinamente en Pakistán con lujo de “daños colaterales”. Y no escucharon a Kayani.
El martes pasado, efectivos estadounidenses intentaron repetir la misma acción en el mismo lugar y se encontraron con una sorpresa: tropas pakistaníes abrieron fuego contra los helicópteros, obligándolos a retirarse a Afganistán. Centenares de personas armadas se habían apostado en la frontera decididos a combatir a los norteamericanos. Esta nueva estrategia del Pentágono fue bautizada “fuera guantes”, es decir, basta de terciopelo y en su lugar el puño de hierro contra la etnia pasthún que habita la zona y tiene un código de honor que incluye el deber de brindar hospitalidad a quienes la solicitan. Por ejemplo, a los talibanes que tienen allí santuarios de los que parten para combatir a las fuerzas de la OTAN que ocupan territorio afgano.
La situación es paradójica. Pakistán es el aliado más firme de la Casa Blanca en la región. Pero Afganistán obliga: les va muy mal allí a los invasores últimamente. Es que hay pashtunes a ambos lados de la frontera artificial, y sobre todo esponjosa, que impuso la Gran Bretaña colonial, la llamada Línea Durand. Pakistán mismo es un invento británico, un Estado tapón entre India y Afganistán fabricado por Londres con territorio indio, desde luego. Los talibanes se mueven como en casa propia a un lado y otro de la Línea, pero el operativo del 3 de septiembre no estaba destinado a aniquilarlos, sino a escarmentar a la población civil que los cobija. Eran las 3 de la madrugada y los habitantes de Jalal Khei estaban durmiendo. Fueron muertos a mansalva.
El ataque provocó indignación: manifestantes pakistaníes bloquearon la ruta principal entre Pakistán y Afganistán con los cadáveres de las víctimas voceando consignas contra EE.UU. y la OTAN. Por su parte, Asif Ali Sardari –(a) Míster diez por ciento–, flamante presidente de Pakistán y sobre todo viudo de Benazir Bhutto, la líder del Partido del Pueblo Pakistaní asesinada en diciembre del 2007, gracias a cuya popularidad y su trágico final ganó las elecciones, declaró al Washington Post que él estaba con EE.UU. Claro que sí. Fuentes norteamericanas han señalado que el operativo podría ser el prólogo de una intervención militar estadounidense más dilatada, “un plan secreto que el secretario de Defensa Robert Gates ha propuesto durante meses en el ámbito del consejo de guerra que encabeza George W. Bush” (The New York Times, 4-9-08). Parece evidente que una operación de esta naturaleza no podría llevarse a cabo sin el visto bueno de la Casa Blanca. Y no sólo: bien podría ser un designio republicano/demócrata.
Barack Obama ha reiterado su apoyo a los ataques unilaterales de EE.UU. en las zonas del territorio pakistaní donde los talibanes tienen sus bases, a fin de corregir el rumbo fracasado de la sedicente “guerra antiterrorista”. El candidato presidencial demócrata cuenta con el fuerte apoyo de sectores del gobierno que critican la invasión a Irak porque socava los intereses de EE.UU. y se ha convertido en el instrumento político de la estrategia de encauzar los esfuerzos de guerra hacia Afganistán y Pakistán para defender mejor el proyecto de controlar Asia Central y el subcontinente indio. Esto es jugar con fuego.
Wajid Shamsul Hasan, uno de los asesores más cercanos al presidente Zardari, cuestionó las misiones de “acción directa” en Pakistán: “¿Qué ganan con eso (los norteamericanos), aparte del rencor de la gente? No mataron ni capturaron a ningún dirigente importante de Al Qaida, pero el daño colateral ha causado centenares de muertes (civiles) y la reacción se palpa en todo el país” (The Sunday Times, 14-9-08). Pero el terrorismo de Al Qaida no es la práctica de los talibanes que, como toda guerrilla, procura ocupar territorio hasta lograr el poder. Moscú lo sufrió en carne propia.
Afganistán es un paisaje excepcional de la Historia: no hubo ocupación extranjera que durara, como supieron los soviéticos en el siglo XX, los ingleses en el XIX y Alejandro Magno en el siglo IV antes de Cristo. La lucha de los talibanes contra los ocupantes del país les ha dado nuevamente legitimidad. Muy difícil arreglarlo a tiros.
Juan Gelman
Fuente: Página 12
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