Juan Kalvellido
Fernando Butazzoni
Cada cuatro segundos se muere de hambre una persona, en algún lugar del mundo. Para muchas personas, comer hoy es difícil. En muy poco tiempo puede resultar simplemente imposible. La crisis de los alimentos, ahora ventilada por los poderosos del planeta, revela un problema estructural que tiene en el modelo de la sociedad consumista su principal causa. Todo indica que unos ochocientos cincuenta millones de personas pasarán a ser hambrientos en los próximos doce meses pero, mientras esto ocurre, muchos agricultores se aprestan a cosechar alimentos destinados a convertirse en combustible.
El presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, anda de gira por América Latina. Ayer jueves estuvo en México y allí anunció que los precios internacionales de los alimentos seguirán subiendo de forma sostenida por lo menos durante dos años, y que recién podrán bajar para el año 2015. Esto significa, según el propio Zoellick, que unos ochocientos cincuenta millones de personas en más de treinta países se verán "fuertemente afectadas en su capacidad de acceder a los alimentos" en un futuro inmediato. Más claro imposible.
La franqueza del presidente del Banco Mundial debe ser fruto de la desesperación. El sabe la que se nos viene. El Programa Mundial para la Alimentación (PMA) ha advertido en sus últimos documentos que las reservas de alimentos del planeta están en su nivel más bajo de las últimas décadas, y que no hay acciones a la vista que permitan revertir esta situación. También Ban Ki-Moon, el secretario general de la ONU, ha dicho que se teme "una crisis en cascada" que afectará "la seguridad del mundo", si este problema no es gestionado con urgencia para encontrar soluciones. Por si eso fuera poco, hace un par de semanas se conoció el informe final del Panel de Evaluación Internacional de los Conocimientos, la Ciencia y la Tecnología en el Desarrollo Agrícola (Iaastd), en el que se pronostican "graves conflictos por la dramática escasez de alimentos". El Iaastd está conformado por más de cuatrocientos científicos de todo el mundo, y su informe fue avalado por delegados de cincuenta y cinco países en una reunión celebrada el pasado 15 de abril en Johannesburgo.
Para los uruguayos lo que aquí se describe puede parecer una problemática remota, y estos comentarios apenas un gesto innecesario y alarmista. Pero las cifras no nos dejan siquiera el consuelo de la lejanía. Aproximadamente la mitad de la Humanidad vive con menos de dos dólares por día y cerca de mil millones de personas lo hacen con menos de un dólar diario. O sea que hay unos 3.500 millones de personas que viven en países pobres en condiciones miserables, con una extrema fragilidad alimentaria. Es gente que gasta tres cuartas partes de lo que gana en comida. El trigo, el maíz, el arroz y la soja son la base de su alimentación. En los últimos doce meses el precio del trigo subió 130 por ciento en el mercado internacional, el de la soja 85 por ciento y el precio del maíz 35 por ciento. El precio del arroz subió un 71 por ciento, y pasó en unos pocos meses de 300 dólares la tonelada a unos 1.200 dólares la tonelada. El Programa Mundial de Alimentos evaluó en un 55 por ciento el aumento global promedio de los precios de los productos alimenticios desde junio de 2007, aunque hay expertos que sitúan el incremento en un 70 por ciento. La Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) situó el estimado de incremento para este año 2008 en un 45 por ciento.
Algunos gobiernos toman medidas paliativas destinadas a garantizar la seguridad alimentaria de sus propios ciudadanos. En México se estudian subsidios al mercado interno del maíz. En Indonesia se topean las exportaciones de granos. En el caso uruguayo se han implementado acuerdos para evitar que algunos precios se disparen en el mercado interno, tal el caso del arroz. Pero, según los expertos, en general parece difícil que algún país pueda, cual isla, sustraerse a esta oleada mundial de carestía que resquebraja cimientos hasta ahora indestructibles. Es lo que ocurre en EEUU, donde algunas compañías de gran porte como Wall Mart y Cotsco han resuelto establecer cupos de racionamiento, en el rubro alimentos, para todos sus clientes.
Renombrados especialistas de muy diferentes ámbitos y tendencias coinciden al opinar que se avecinan tiempos terribles debido a una combinación de factores entre los que se destaca la falta de alimentos y el encarecimiento de los precios: José Luis Machinea, secretario ejecutivo de Cepal, habló sobre ello hace un par de días en Ciudad de México; Jean Ziegler, sociólogo y doctor en Derecho, catedrático de La Sorbona, lo hizo en Berna la semana pasada; la filósofa y analista política Susan George lo explicó en Nueva Delhi, en marzo, durante su discurso ante el congreso de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear. Todos apuntan al actual modelo como el gran responsable del posible desastre. El economista chileno Marcel Claude, por ejemplo, estima que esta situación es la que explica los recientes brotes de violencia en Haití, Egipto, Costa de Marfil, Camerún, Mauritania, Mozambique, Senegal, Uzbekistán y Yemen, entre otros países. Claude, que es una figura de relieve que profesa en la Escuela de Gobierno en la Universidad de Chile, ha descrito un panorama por demás sombrío: "En Filipinas, Pakistán y Tailandia, sus ejércitos vigilan para evitar robos y saqueos en los centros de acopio de granos, y en Tailandia el Ejército también monta guardia en los campos de arroz, mientras en Vietnam ha habido huelgas cada vez más frecuentes por la penuria alimentaria. Indonesia, tercer productor mundial de arroz, anuncia que sólo permitirá las exportaciones si las reservas superan los tres millones de toneladas, y Kazajastán suspende todas sus exportaciones de trigo hasta el 1º de setiembre".
A esta situación hay que agregarle la inestabilidad que genera la confrontación en Argentina entre los productores agropecuarios y el gobierno. Allí, las retenciones a las exportaciones de soja han provocado nuevamente medidas de fuerza, entre ellas la suspensión de embarques de trigo, y un enorme signo de interrogación hacia el futuro inmediato. Uno de los grandes productores mundiales de alimentos parece ubicado hoy entre la espada de una plutocracia rural sin demasiados escrúpulos y la pared de una población que no puede siquiera soportar la idea del desabastecimiento de alimentos.
Mientras todo esto sucede, sigue adelante en el mundo de forma implacable el plan de suplantación de la agricultura alimentaria por una agricultura destinada a biomasa para combustibles. De esos combustibles, los más usados son el bioetanol (que se obtiene a partir del maíz, la caña de azúcar, el trigo y la cebada) y el biodiésel (que se produce a partir de aceites vegetales de soja, jatrofa y otras plantas). Los grandes productores mundiales de biocombustibles son países muy desarrollados, como Estados Unidos, Alemania, Francia y Austria, o países que son grandes productores mundiales de alimentos, como China, Brasil e India. Como se ve, es una combinación letal.
Que nadie se llame a engaño: el proceso de mudanza de combustibles fósiles a biocombustibles no tiene nada que ver con la salud del planeta ni con la ecología. Esos son cuentos chinos. La verdadera razón es que, a los actuales ritmos de consumo, el petróleo será cada vez más escaso y caro. Plantar soja o caña de azúcar es simple y seguro, aunque en el fondo se está utilizando el alimento de los humanos como combustible para sus máquinas. De todas formas, cualquier dilema respecto al hambre tiene una réplica ineludible en los hambrientos, verdaderos sujetos de esta historia. En poco tiempo la pregunta no será qué hacer con el hambre sino qué hacer con los hambrientos. Habrá que pensar, y rápido, porque ellos en muy poco tiempo pueden llegar a ser una muchedumbre difícil de imaginar e imposible de contener.
Fuente: La República
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